Me desvelo, y pienso en Sempere. ¿O me desvelo porque pienso en Sempere?
Decliné, en un principio, esta amable invitación a escribir un texto sobre Sempere pensando que nada podía yo aportar a todo lo ya dicho sobre su obra, pero veo ahora que esa inesperada e inmerecida propuesta ha tenido al fin la facultad de incitarme a la escritura -aunque siga, no obstante, pensando exactamente lo mismo- ya que ha acabado por enfrentarme de nuevo a la cuestión de qué es lo que me cautiva de su obra, una obra a la que me siento tan unido, por la que siento tanta admiración. O sea, de desvelarme una vez más pensando en Sempere.
No tuve la fortuna de poder tratar a Eusebio Sempere. Lo conocí personalmente cuando estaba ya en el proceso final de su enfermedad, justo el triste día que abandonaba su casa de El Plantío para ir a su Onil natal, donde falleció pocos días después. No conocí a Sempere, por tanto. Desde luego no con la profundidad que hubiera deseado. Apenas pude estar con él unos minutos. He leído, en cambio, todos los textos que sobre su obra y su persona han caído en mis manos, o han perseguido mis manos. He tenido también la suerte de poder conocer a personas muy cercanas a él. He dedicado muchas horas a contemplar y bucear en el misterio de sus obras, y en su misteriosa perfección. Y, sobre todo, he buscado el privilegio y he disfrutado el placer de convivir con ellas. Puedo asegurar que es enriquecedor e inagotable. Por ello, no es desde la perspectiva del historiador del arte desde la que hablo en este momento. Me he sentido siempre incomparablemente más atraído por la vivencia directa y cotidiana del arte, del objeto artístico, que por su historia.
En sus propios textos, en los testimonios de otras personas que lo conocieron bien y en las entrevistas que concedió, Sempere se nos muestra como una personalidad extremadamente sensible, pero también fuerte y decidida ante la adversidad. Realmente, a poco que nos adentremos en ella, la vida de Sempere se nos aparece como un cúmulo de desdichas e infortunios: la ceguera de uno de sus ojos, la guerra y su desastrosa repercusión en la economía familiar, el desolador ambiente académico de sus años de formación, el fracaso de su primera exposición, la penuria de su larga estancia parisina ¿qué habría sido de Sempere sin la ayuda moral de Vasarely, Ard o Nina Kandinsky, sin la compañía de Abel Martín?-, la vuelta a España sin haber conseguido el éxito que tanto deseaba…, y por último, cuando la vida después de tanto esfuerzo por fin le sonreía, aparece la enfermedad degenerativa que primero le impidió pintar y luego acabó prematuramente con su vida.
Lo insólito, más aún, lo admirable, es que ante ninguna de esas amargas circunstancias, y en ninguno de esos momentos adversos, la obra de Sempere deje traslucir un solo lamento, una queja. No se aparta un ápice del camino de euritmia insoslayable que se había trazado. Sempere es de esa clase de artistas capaz de soportar una muy dura realidad sin arrojárnosla a la cara. Puso tanto empeño en no revelarnos sus desvelos que, cuando lo pensamos, tanto desvelo suyo nos abruma y nos desvela.
Como dijo Eliot, la especie humana no puede soportar mucha realidad. Todo arte viene a salvarnos de nuestra realidad, o al menos a enriquecerla, porque se nos ofrece como una nueva presencia que nos brinda otra verdad, otra realidad. La obra de Sempere satisface, hasta límites realmente insospechados, nuestro ineludible anhelo de otra realidad, de la posibilidad de otra vida más armoniosa, elevada y plena.
En verdad, no sabría cómo definir esa nueva realidad que nos regala Sempere. Sólo puedo apuntar que en el arte de Sempere no hay nada desasosegante, abrumador, nada que nos recuerde lo doloroso de nuestra humana condición. Todo es leve, sutil, etéreo, ingrávido. Todo parece ligero. Todo asciende y se eleva sin esfuerzo y con la más alta aspiración. Todo se mueve, todo palpita, gira y oscila, pero siempre equilibrado, sereno, apacible y grato. No entiendo de música, pero en mi ignorancia me parece sentir que toda la obra de Sempere está muy cercana a ella. El temblor de las líneas -siempre tan inquietante y sugerente-, esa vibración visual de sus obras -el efecto moaré de que tanto se ha hablado, por ejemplo- quizá no sea otra cosa que la plasmación de una vibración sonora. Las formas geométricas puras se atraen, se tocan sutilmente -¡incluso por sus punzantes vértices!- y, lejos de herirse, en todo caso se unen, se imbrican, se transforman, se funden y confunden grácil y afectuosamente, se segmentan y recomponen de forma plácida, sin el menor dramatismo, o danzan -con apaciguado gozo- en el espacio indefinido e ilimitado de muchas de sus obras. Los triángulos, los cuadrados, los óvalos, los círculos me acuerdo ahora de la pitagórica música de las esferas-, se mueven en una fuga de variaciones perfectas e interminables: la música callada de su admirado San Juan de la Cruz.
Pero no nos confundamos. Una creación aparentemente tan racional -por su base geométrica- como la de Sempere, es, en cambio, ajena -y yo diría que hasta opuesta- a la ortodoxia matemática de los artistas -así llamados- constructivos o geométricos, si es que realmente tal producto exclusivamente racional, pero a la vez con categoría artística, puede existir. Yo creo que Sempere vislumbró, con Octavio Paz, que la geometría, la estricta geometría, es la antesala del horror. Sin intuición, sin poesía, no hay arte. Sempere, lo que quería conseguir, y consiguió como nadie, es plasmar el latido humano de una geometría sensual -¡y no hemos dicho nada del color!-, poética, profundamente espiritual y, en suma, enamorada.
Sempere, Eusebio Sempere, veo toda tu obra como un hálito, una exhalación mística. Sublime sublimidad, si es que este pleonasmo resulta más expresivo.
Mas, ¿puede un universo plástico ser tan equilibrado, tan coherente, tan autosuficiente, pero a la vez tan variado a pesar de la sencillez y limitación de sus elementos, y, sobre todo, tan sugerente, tan intenso y tan bello? ¿Sin fisuras? ¿Es posible de alcanzar? -Esta pregunta era, en el fondo, sin percatarme entonces claramente, la causa última de mi desvelo-. Ahora sé que sí. Por fortuna, el arte de Sempere nos demuestra que sí. Y él, con esa fe, dedicó y entregó su vida a ello.