DE LO QUE PASA POR LA CABEZA DE UN ARTISTA
Desde siempre, para el resto de la sociedad ajena al arte, el artista ha sido un mero realizador de objetos suntuarios al servicio de los intereses religiosos, de los gobernantes o del mismo estado. Se le pedía y producía lujosos elementos de propaganda. Su misma sensibilidad, o el proceso del trabajo, activan la reflexión del artista sobre su propia obra. La Ilustración, y más tarde ese cambio fundamental que supone el Romanticismo —del cual vivimos aún—, junto con la liberación del encargo, propició el cambio hacia un artista hacedor de ideas entrelazadas con su obra. Porque es la praxis la que determina el pensamiento, aunque el artista no se convierte en un teórico puro; ahí radica la diferencia fundamental. El teórico puede realizar toda clase de elucubraciones respecto al arte: sociales, económicas, políticas, o cuales quieran que sean, pero siempre estará alejado de la realización práctica y concreta de la obra. Será ajeno a ese maravilloso proceso de excitación que lleva al artista a realizar la obra a través de la realidad del mundo que lo rodea, aquello que su mente ideó.
De hecho, el arte en el pasado siglo y en lo que llevamos del presente, parece dividirse —aunque no tajantemente, claro— entre un arte del pensamiento artístico y un arte de producción de objetos suntuarios aureolados por la fama. El artista ligado a esta última vía ha tomado las riendas de una empresa productora, se ha convertido en un empresario, dado que ya no le es necesaria la manualidad desde que al artista le basta con señalar para que la obra exista, para que algo se convierta inmediatamente en arte. Para ello el estilo tiene que ser reconocible como una marca que se muestra en ferias y se doran con brillo en las subastas. Alguna que otra bienal será necesaria para garantizar su “artisticidad” faraónica, para el lucimiento de estas neo-lujosas obras. Aunque sí, reconozcámoslo, alguna idea-pensamiento albergan en su interior: quizá la mera estrategia de presentación.
Hay que tener en cuenta el pavor del artista a enfrentarse con sus propios pensamientos, con esa turbulencia que lo mismo excita que aterra. Lo peligros del ensimismamiento, el yo o la isla del individualismo solitario, se arregla fácilmente en estos días con la entrega social, con la apropiación de ideales sociales que flotan en el ambiente. No existe algo más liberador del terror del pensamiento propio que las ideologías políticas y sociales: artista a la moda del compromiso, ¡ahí tienes el tema! Pero no es ese el pensamiento que genera el Arte. Esa cosa que tratan de definir o describir no hace otra cosa que restar cotas a su grandeza.
Lo asombroso es el llegar a ser conscientes de qué es el ser humano; ese darse cuenta de que se da cuenta… Lo inexplicable de la vida o la existencia misma, la arrebatadora Belleza carente de forma y que nos afecta profundamente, otorgándonos el don del placer que lleva la existencia misma y que por unos instantes parece dar sentido a todo. Un impulso que nos lleva a la frontera misma del pensamiento y a los límites del lenguaje, dejándonos, literalmente, sin palabras, y que hace al ser humano verdadero creador de algo propiamente suyo. Porque el arte es una creación humana que trata, como otras líneas de conocimiento-pensamiento, explicar las cosas, pero rezumando placer.
Placer, esa luz de Epicuro que ilumina nuestros días. Enjuga las arideces y suaviza nuestros dolores. El placer ante una obra de arte es conocido por las almas sensibles: ante el asombro, sentimos cómo entra en nosotros el dulce placer, cómo se extiende en nuestro interior; incluso entornamos los ojos para ver en nuestro pensamiento la obra que parece deshacerse en las papilas gustativas, produciendo un suave calor interior. Inunda nuestra memoria y la falta de aliento nos hace lanzar un suspiro. Cursi descripción, vale, pero no por ello menos verdadera, y que parece postergada de las palabras actuales del arte. El placer sigue apareciendo como algo pecaminoso, muy propio del proceso de culpabilización tan afín a nuestra cultura presente, toda llena de ONGs.
Pero, ¿cómo es esta esfera del pensamiento del arte que parece sobrevolar nuestra cabeza? El cerebro es el gran prodigio de la naturaleza; y el del hombre más, mucho más. Todavía no sabemos casi nada sobre él. Aunque parezca que pensamos con palabras, realmente en el cerebro revolotean una rápida sucesión de imágenes, fragmentos de acciones, lugares reales o imaginarios, de conceptos y de formas, todo ello continuamente. No hay más que estar atento al momento del duermevela para darse cuenta de ello. De semejante desbarajuste entresacamos el pensamiento, el pensamiento consciente. Luego, estos pensamientos, ya dispuestos en un lenguaje que entendemos, pueden ser razonados, analizados en sus diversas opciones, y distinguir lo verdadero de lo falso. Aquí reside un gran peligro.
Hace años, en 1999, como predela de un cuadro escribí que “Ninguna verdad es totalmente verdadera”. Este principio de tener siempre una ligera duda, de tener presente que un ligero cambio de perspectiva sobre un concepto hace tener de él una visión distinta, ha sido para mí de una gran ayuda desde siempre. El no rechazar a priori nada, que de su escepticismo activo se deduce, hace de esta actitud una fuente de posibilidades, así como una protección de la imposición de ideologías: te hace increíblemente libre. Porque el enfrentamiento dualista hace de la paradoja un elemento esclarecedor. La historia moderna nos ha deparado un continuum de posiciones enfrentadas, como por ejemplo, Florencia-Venecia, Neoclásico-Rococó, Ingres-Delacroix, abstracción-figuración, etcétera. Largos debates sobre el tema llegan a una rápida conclusión, contemplando ambos al unísono, perfectamente coexistentes y sin hacer mezcla de ambos; cada parte es lo que es pero en el mismo tiempo y espacio.
El eclecticismo es un concepto que en la actualidad cuenta con poco prestigio, pero en vez de mirarlo como una ensalada deberíamos apreciarlo como un fluido continuo donde en cada momento echamos mano de aquello que nos es útil. El concepto varía. Es la interrelación de concepto lo que hace atractivo y vivo un todo. Es el concepto de panóptico, de visión en 360º lo que enriquece; por el contrario, los ángulos estrechos de contemplación, tan propios del movimiento moderno tardío, no dejan de ser ridículamente estreñidos. La reinvención de Oriente, por ejemplo, lo mismo que la reinvención de Occidente, nada es genuinamente “verdadero”, sólo contamos con el placer ecléctico de imaginarlo, inventarlo.
Una de las virtudes de esta libertad consiste en el viaje por la memoria, la tuya propia para empezar, y por el inmenso legado que la perseverancia humana, cuidadosamente y enfrentándose a barbaries sin fin, nos ha legado. Este es el alimento de nuestro conocimiento y abono de nuestro pensamiento. Un arte sin memoria no es posible. Sin memoria no reconoceríamos las cosas. Sería como si las palabras habladas fuesen un sonido irreconocible. No podríamos articular pensamientos sin esa base de datos que conforman el lenguaje a través de la memoria. Estaríamos como frente al balbuceo inconexo de un bebé que carece de memoria. Por algo Mnemosine es la madre de las musas. El arte amnésico, de tabula rasa, lo imaginamos como los dibujos garabateados por la mano del mismo bebé que balbucea, aunque alguno pueda considerarlo arte. Ay, esa frase de “he llegado a ser un niño”…, aparte de no creérnosla nunca del todo, frente a ella el esfuerzo de cientos de años de arte parece haber servido de poco. Pero también ante los incendiarios del museo, los futuristas y dadaístas, aparte de ser escéptico con sus posturas beligerantes, sospecho que en el fondo no se trataba de otra cosa que del empacho y dolores de cabeza producido por tanto arte pompier. Yo lo llamo “Indigestión de la Ópera de París”.
Pero el viaje por la memoria es apasionante; no hay caminos trazados, no hay evoluciones ni sentido histórico. Podemos pasar de un lugar a otros, de un acontecimiento a otros totalmente distintos, compararlos, enfrentarlos, entrelazarlos… Iluminar, también, con los ojos de nuestro tiempo cosas que no fueron concebidas así, y a las que damos nueva vida: ¡nuestra vida! No existe el arte del pasado. Todo lo que nos ha llegado está en nuestro presente, en nuestro mismo espacio-tiempo. Lo podemos ver con los mismos ojos con que miramos un objeto de uso común actual; todo depende de la sensibilidad. En el fondo es como un inmenso muestrario de ready-made.
Pero hay otro apartado del pensamiento artístico que se nos escapa. Aunque podemos analizarlo a posteriori, es difícil su razonamiento, quizás porque parte se hace sumergido en el mar del llamado subconsciente, que más bien es un consciente poco atendido. Hay una parte del cerebro que trabaja continuamente y por sí misma. Pruébenlo ustedes, es muy fácil, lo hacemos todos los días: cierren los ojos como para dormir y verán empezar a aparecer imágenes que cambian a una velocidad vertiginosa. Normalmente este cinema azaroso funciona siempre. Pero la vigilia, las visiones de las cosas reales son tan potentes que ocultan tan fenomenal teatro mental. Desde luego es el material del que están hechos los sueños. ¿Qué es?, ¿de dónde viene? Supongo que la ciencia se ocupará de ello, y si no lo hace me parece una falta grave, pero a mí no me han llegado sino leves informaciones, y dirigidas a un mundo de funciones orgánicas más que encaminadas a discernir cómo se produce esto y cómo nos implica.
El ser humano ha descubierto y empelado productos que ponen en evidencia esta cuestión y otras cercanas. Los agentes psicotrópicos son muy antiguos, y en todas las culturas han aparecido siempre relacionados muy directamente con el arte y la religión. No conozco estudios serios y profusamente ilustrados sobre este tema, y me parece inconcebible que no se haya tratado en los estudios del arte, y más aún del arte de las últimas décadas. Porque gran parte del arte y la cultura popular, las imágenes, la moda, o del el diseño, incluso, están impregnados de psicodelia. ¿No tienen un genuino aire de alucinación psicodélica cosas como los grutescos, las cenefas y lacerías de la Alhambra o las apoteosis barrocas; pero también El Bosco, la Aurora de Otto Runge, Gustave Moreau? Yo he visto cosas así bajo el influjo de las drogas, quedándome pasmado y frustrado por la complejidad y dificultad de hacer algo parecido después de estar bajo sus efectos. Apenas hay literatura específica y seria al respecto; se escribió algo en el XIX, algo en el XX, “Las puertas de la percepción”, de Huxley, muchas cosas confusas en los 60… Pero, claro, está prohibido. Los agentes sicotrópicos son un material extraordinario para Imaginar, para crear mundos sacando del fondo del cerebro y para percibir lo que nos rodea de otro modo, sin tapujos, sin barnices morales e ideológicos. Por eso son tan peligrosos: desvelan. También hacen más tonto a los tontos, pero esa es otra historia.
Recientemente me invitaron a dar una conferencia en la Magdalena, en un Curso de Verano de Neurología. Me interesaba mucho asistir por ver de qué se hablaba sobre un tema que me interesa notablemente: la relación del arte y la imaginación. En general el curso resultó demasiado técnico-fisiológico. Ya se sabe que la ciencia anda con precaución… Pero algunas cosas despertaron en mí un gran interés. Entre otras, recuerdo una ponencia de alguien que investigaba una parte concreta del cerebro relacionada con el fenómeno religioso, espiritual o como queramos llamarlo. Unos escáneres del cerebro presentaban una serie de curvas concéntricas, del naranja al rojo oscuro: a mayor intensidad de rojos más experiencia espiritual del individuo. Quedé asombrado. Eso, lo inefable, las expresiones, llamémoslas místicas, tenían un lugar en el cerebro donde se producían esas sensaciones, esas creencias. ¿Sería también el mismo lugar donde sentimos el ansia de belleza?
Y es que el fenómeno artístico ha estado relacionado desde sus principios con lo religioso. Aunque estoy convencido de que las primeras manifestaciones artísticas fueron la danza y la música en su vertiente rítmica. Las ansias, y no lo conocido, propiciaron lo artístico. La muerte y los enterramientos, los lugares que adquirían la categoría de especiales o sagrados, los primeros cultos, todos ellos se vistieron de una forma primaria de arte. Las narraciones de hechos, el intento de explicar fenómenos naturales y cósmicos, dieron lugar al mito. Éste, a fuerza de repetirse, pasó a ser una “verdad”. Con ello aparecieron las creencias. Pero todas estas cosas tenían en su base el aspecto lúdico de escuchar cuentos. Contaban con una dimensión placentera en su origen. Sólo tenemos que quitar esa imposición de la creencia, del dogma irrefutable, para que vuelva a resplandecer su faceta puramente artística. La contemplación de ritos, ídolos o templos, sin las ataduras de la intransigencia del credo, se convierte en bella artística.
Qué, si no, pasó en el Renacimiento con la recuperación del mundo de los mitos greco-romanos. No imagino creyendo a los humanistas en Venus, Hermes o Dionisos, sino contemplando y gustando de su lado simbólico. Imagínense el fruto de todo esto: cuántas maravillosas pinturas, esculturas, óperas o poemas dio semejante contemplación sin creencia. Cuánta imaginación creada por la lectura “descreída” de la Biblia o el Mahabharata. Qué prodigiosas obras nacidas de la fe cristiana que llenan nuestro espíritu de distinta forma a como pretende su dogma. Benditas manchas rojas de nuestro cerebro…
Hay otra facultad del cerebro que no sé si es genérica o particular. No encuentro modo de averiguarlo. Se trata de cierto sentido que me permite ver la geometría de manera espontánea y concreta. Basta que más de tres puntos se alineen en un caos de puntos para que de inmediato vea la línea que los une. Ya desde muy joven percibía las líneas estructurales de las composiciones pictóricas en las obras de Caravaggio, Ribera, Rubens, Boticelli y más tarden Poussin o los cubistas… veía claramente los sistemas geométricos que los conformaban. También, con asombro, en las visiones caleidoscópicas, producidas por el LSD, percibía cómo estructuras geométricas se intercalaban por el espacio, o la contemplación geométrica de la perspectiva moviéndose por los espacios. Si de siempre me gustó la geometría, a partir de cierto momento se me hace imprescindible: un cuadro no estructurado, no medido en sus partes en relación con el todo, me parece menos bello que aquel realizado tras una meditación de este tipo. Pienso que la consciencia de la geometría es una facultad humana.
Hay artistas dotados. O bien que manifiestan pronto sus actitudes, o a los cuales cierto maestro o la enseñanza despiertan sus cualidades. Ese artista dotado no duda a la hora de ejecutar, es un ojo con una mano que de una forma instantánea traduce lo que el ojo ve. Su cabeza parece estar libre. Conocida es la anécdota de Rubens despachando complicados asuntos diplomáticos mientras no paraba de pintar sus telas. Recuerdo cómo, cuando era niño, aparecían en las películas diestros dibujantes en los juicios, captando vivas expresiones de los acusados. Me parecían admirables. Yo apenas lograba que Bambi quedase algo gracioso. Pero existe otro tipo de artista. Por lo general su acercamiento al arte es por la admiración que le produce el mismo arte. Los padres no les llevan a profesores de pintura, ni siquiera piensan en estudiar Bellas Artes. En los artistas de mi generación lo cierto es que apenas había alguno que hubiera pasado por estudios artísticos reglados. Hicieron Filosofía, Historia… Yo mismo estudié Arquitectura, como muchos de mis compañeros. Miraba la pintura y el dibujo con los mismos ojos analíticos con que miraba el arte en general.
El artista “torpe”, al no tener adiestramiento, no tiene una forma de resolver las cosas. Ha mirado tanto que tiene todo un repertorio memorístico de formas de pintar o dibujar. Y duda. Justo es esa duda, totalmente consciente, donde radica la “torpeza”. Ver cómo se puede resolver en cada instante aquello que se tiene entre manos: podría ser así o así, pero también de este otro modo… Incluso una pincelada larga, cuando la hay, es cuestión de largos discernimientos. Cézanne es el ejemplo más claro de pintor “torpe”. Pinceladas cortas que van como modelando el asunto, junto a líneas que se superponen para encontrar las formas. El artista “torpe” levanta el pincel y el lápiz de la superficie y se queda mirando-pensando un buen rato. Nada de artista “de acción”, al que siempre miramos con cierto recelo: aunque podemos admirarlos, nos parece todo demasiado primario. Este modo de trabajar del artista sin dotes hace que ese instante de pensar sea de una gran intensidad, más aún cuando usa técnicas de difícil corrección. Ejercitas el pensamiento pictórico tanto como la acción física de pintar, y el tiempo te va haciendo diestro en este híbrido que, sin duda, aporta una manera distinta (menos de profesional-productor) de hacer las cosas (más, llamémosle, conceptual).
Para un artista de este tipo, como es mi caso, el medio idóneo es el dibujo. No sólo por el rápido enlace pensamiento-mano a través de un instrumento tan simple como es el lápiz, sino porque también existe el borrador. Quizá el acto de hacer desaparecer aquello que sabes no es lo que quieres tiene tanta importancia y dura tanto como el dedicado a hacer aparecer las cosas: al dibujar contemplas lo hecho, lo dejas si lo aceptas como válido, o lo haces desparecer total o parcialmente en caso contrario. Aunque la idea te excite y el arrebato te lleve, el proceso es siempre el que corresponde a una construcción. Se crean las cosas principales y las relaciones actúan como una estructura. Mientras, da tiempo a pensar durante su progresiva y construida aparición. El largo proceso de boceto al que someto una obra antes de su realización forma parte de este ritual. Quizá achacará más de uno la falta de frescura en todo ello. Pero a algo destinado a permanecer en el tempo le pido más gracia que los andares de un recién nacido. Todo esto puede parecer una cosa antigua, pero les aseguro que su rareza lo distingue de la modernidad académica que nos rodea.
La pintura está quieta. Es un arte estático, frente a otros géneros que se mueven en el espacio-tiempo. La música, la danza, el teatro o la literatura, todos ellos necesitan de un trascurso para desarrollarse. Incluso la arquitectura, tan aparentemente estática, necesita de Esa dimensión para su fruición, pues nos obliga a seguirla en su camino, en su mismo tiempo-espacio. No podemos hacer más lenta o parar una sinfonía, y lo más que podemos es levantar los ojos de la lectura para pensar en ella sin que se nos escape. Pero antes, las artes escénicas o de sala, nos doblegaban a ellas en su mismo espacio, allí donde se producían. Pero un día llegó la grabación de sonido y, sobre todo, el cine, el gran invento del siglo XX. ¡Por fin el movimiento podría reproducirse!, y esto nos cambió la vida: todo se movía, todo fue un frenesí. Pero la pintura sigue quieta.
Por más que la miremos no se mueve, y es esta quietud su principal virtud. Podemos dejar pasar el tiempo sin que por ello se modifique. Si la pintura conlleva pensamiento necesitamos de ese tiempo para producir en nosotros los nuestros, hacerlos fluir en nuestra meditación. La quietud te hace pensar, como un jardín zen, como el desierto. Esta calma nos hace anacoretas entregados a la contemplación del cuadro y de los pensamientos que él produce. Nos permite aislarnos y vivir un mundo particular e íntimo. La pintura representa su instante. La pintura no es narrativa porque, aunque nos cuente historias, está en un momento concreto. Ha habido muestras de un arte narrativo en pintura, con varias escenas de una misma historia. Pero la gran mayoría de los cuadros son un instante. Depende de la pericia del artista para sugerirnos el antes y las consecuencias posteriores. Aunque se suele caer en la tentación de representar el momento cumbre, es de mayor pericia y más difícil quedarte antes, en el crescendo de la narración. Porque prácticamente todas las pinturas son narrativas, cuentan algo. Hasta la abstracción más concreta es narrativa. ¡No digamos que el Cuadrado negro o el Cuadrado blanco sobre blanco de Malevich no nos cuentan historias! Por eso la pintura nos atrae tanto: hay tiempo sin tiempo, espacio en una superficie plana, e historias en un instante.
Incluso podemos llevar una reproducción del cuadro como si fuese una estampa religiosa. En mi mesilla de noche tengo un montoncito de postales de mis obras favoritas que contemplo antes de dormir, como si fueran oraciones a mis santos protectores. Frente a mi cama en Tarifa tengo La Ciudad Ideal de Urbino, y, en Sevilla, La Anunciación de Fray Angélico del Prado y El Descendimiento de Van der Weyden, que miro con la misma fruición que consiguen de sus fieles los cuadros religiosos de meditación, pero en este caso la meditación es artística, y el resultado es el inmenso placer del arte. Pero, en fin, no es necesario defender la pintura, ni hablar de nuevas vías para ella, que no hacen otra cosa en última instancia que despojarla de su sencillez, una de sus virtudes. Sólo, y necesariamente, necesita buenas ideas y sensibilidad para gustarla.
El mundo de los inventos y aparatos novedosos que contemplamos con asombro en las ferias y muestras siempre me ha fascinado. El mundo de las máquinas tardó en hacer su aparición en el arte hasta que dadaístas y constructivistas fueron conscientes de algo que casi todos sentían: las máquinas eran fascinantes, incluso eróticas, ¡y tienen cuerpo! Pero lo que hoy llamamos tecnología no lo tiene, no sabemos muy bien qué es lo que pasa. Sólo una pantalla comunica con nosotros, el resto es —extraña palabra— virtual. Es la nueva técnica artística, sorprendente. Ya nada tiene corporeidad, son sólo fantasmales proyecciones que podemos fijar con una impresión. La obra no existe en ninguna parte, es virtual, sólo tenemos su imagen impresa como una proyección del más allá. En ese más allá está todo: lo que siempre ha estado en los museos, en los libros, en las ciudades… ahora está en ese otro mundo que se nos revela ante la invocación de su nombre tecleado. Instantáneamente. Todo es instantáneo: las cartas llegan al momento, por muy lejano que esté el destinatario. Las noticias lo son en “tiempo real”, todo es universal e instantáneo. Las cosas se acumulan y apenas tenemos ocasión de percatarnos de ellas; el pasado se difumina hasta desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, sin haber tenido tiempo de atenderlo. No ha habido reflexión en la experiencia. No nos ha dado tiempo de analizar en profundidad nada de lo visto o vivido, ni tampoco comparar las cosas, dejarlas reposar o ver qué pasa con ellas. Es la cultura del instante. Todo dura poquísimo, pues las novedades llegan a raudales y lo que quiere sorprender son las novedades, aunque sean al cabo puro empaquetado de nada.
Son los nuevos tiempos en los que parece obligatorio participar. Como todo, siempre aparecen aportaciones interesantes, incluso fascinantes. Como esos fondos de película con fantásticos paisajes y ciudades. Siempre en pantalla, siempre en esa superficie entre nuestro mundo y el virtual. El dibujo arquitectónico ha desaparecido para encontrarnos con esas perspectivas en 3D que podemos ver por todos lados. Se dibuja sobre la pantalla, la imagen fotográfica sirve de base, con el consecuente realismo, frente a la invención, que apenas existe.
Pero el artista siempre trata de buscar lo que no hay y, a consecuencia de ello, dibuja. Esta técnica ha cobrado una nueva salud, sobre todo entre los más jóvenes. Se dibuja primorosamente, con cariño y meticulosidad. Son esas nuevas generaciones, para las cuales el no future ya está aquí, jóvenes melancólicos con los que me siento tan identificado. El repelús que me puede producir lo virtual, en ellos cristaliza en una extraña tristeza de la añoranza, de un mundo interior y propio. Estos sí son nuevos tiempos. Tanta tecnología, tanta técnica aplicada, tanta renovación de lenguajes, nos hace desear cosas simples con un cálido interior. Es lo que siempre ha hecho el arte: imaginar lo que deseas. Deseos que van por otro lado, bien distinto al de las epatantes escenografías tecnológicas.
El convencimiento de que “ninguna verdad es totalmente verdadera”, nos lleva a no creer, a sentir. Gustar de las cosas, emocionarnos o percibirlas mediante los sentidos en profundidad; no necesitar de creer que algo es verdadero. Podemos emocionarnos con una obra de teatro, cine o literatura, hasta el borde de las lágrimas, sin pensar que la ficción es real. El arte siempre ha jugado con ello, es uno de sus pilares. Si aplicamos esto al mundo de las teorías, costumbres y dogmas, nos liberaremos de la tiranía de la imposición, sin perdernos el paladeo de lo que nos gusta.
El desvelar, el quitar de nuestros ojos-mente los filtros que nos impiden ver las cosas en todos sus aspectos, el tener una posición distanciada, nos muestra un mundo mucho más rico, cambiante, ambivalente. Pero el gusto estético es una de las cuestiones más cargada de veladuras. El proceso de austeridad creciente, de despoje de lo gustoso, de abstinencia emocional, ha marcado el movimiento moderno. Todo aquello que parecía excesivo, popular, o que arrancaba emociones sentimentales, ha sido purgado. Todo eso ha estado flotando a nuestro alrededor hasta que tímidamente el movimiento Pop entreabrió una puerta por la que admiramos asombrados otras cosas y destellos. Dos antecedentes se ocuparon de esta cuestión, como de otras muchas: por un lado, Duchamp, quien propuso la indiferencia como método. Un ready-made se escoge por su indiferencia, no porque sea bello o feo. Es esa apatía la que nos extraña y produce en nosotros el asombro necesario para hacernos pensar. Dalí, por su parte, se sumergió en él fenómeno. Fue de los primeros en darse cuenta que el kitsch había todo un universo de cosas atractivas: de lo maravilloso a lo terrible. No nos ha de extrañar que a ambos se les asigne hoy día el apelativo de “padres del Pop”, entre otras cosas.
Levantemos el velo del buen gusto impuesto y estaremos ante un paisaje lleno de cosas atractivas y gustosas, gozosas. Otro de los velos más persistentes podríamos delimitarlo en torno a uno de los tics más marcados y llamativos del “clero del arte contemporáneo”: no se puede jamás nombrar la palabra “belleza”, es tabú. Pueden hacer todo tipo de circunloquios para evitar nombrarla. A lo más que pueden llegar es a definirla como “experiencia estética de los sentidos”, o algo así… Jamás se puede pronunciar la palabra “bonito”, pues para eso se utiliza la de “interesante” U, otro ejemplo, no se nombrará ninguna creación anterior a Las Señoritas de Avignon (1907); a lo más, en caso necesario se utilizará la referencia antigua como referencia de una obra contemporánea.
Al hilo de esto, recordemos otro llamativo precepto de su credo: la evolución del arte; la creencia de que el arte cambia para mejorar y adaptarse mejor a los medios sociales. Lo que llamo la “evolución darwinista del arte”, que naturalmente conduce a considerar el movimiento moderno tardío como la cumbre del arte indiscutible, es, conviene no olvidarlo, simplemente un acto de fe. Cuando las evoluciones, que existen, se dan en un corto periodo para desembocar en una ruptura, mientras a su alrededor hay continuas pequeñas erupciones individuales o de reducidas escuelas. Teniendo una vista panorámica del arte observamos que éste se modifica de un modo caprichoso, y que raramente se mantiene en sus formas, costumbres, estilos, etcétera más de cincuenta años. ¿Cuánto tiempo llevamos de movimiento moderno, mantenido a fuerza de poder y dogma? Poder que se localiza y encarna en lugares como museos, salas de exposiciones, medios que van señalando la lista de los nuevos valores, y los ya sacralizados. Es curioso analizar cómo se configuran estas listas que pasan de revista en revista, de curator a curator, de feria en feria. En general el inicio suele ocurrir en la palabra de un alto sacerdote que es cogida con veneración y se extiende entre comisarios con el anhelo de ser el primero en exponerlo junto a las galerías que esperan la inmediata revalorización. Cuántos artistas inflados he conocido en mi ya larga vida, cuánta obra tonta, cuánta idea débil pero iluminada con el conveniente resplandor…
Pero lo peor está en el desprecio de artista de valía, algunos extraordinarios, que por no haber recibido la oportuna bendición quedan perdidos para el mundo en esas tierras que no tienen la atención o el prestigio. A la espera de un comisario que vea tema para mostrarlo como novedad. Quizá siempre ha sido así, pero hoy observo que es más drástico todo el proceso, su funcionamiento. Pero sigamos en este triste estado que suelo definir como “depresión artística”, estado e abulia que llega a parar mi intensa actividad, y alejémonos un poco del estrecho círculo del arte para mirar el panorama general.
A la gran mayoría del género humano no le interesa el arte en absoluto. Carece por completo de eso que llamamos sensibilidad. Esa ausencia no se dirige únicamente a lo bello, sino también, a lo feo. Les da igual, por eso las ciudades son tan feas, y por eso las casas y las cosas sin atractivo no les afectan. Les importa un comino que su barrio sea espantoso, cargarse la costa con edificaciones horribles, hacer programas de televisión que revuelven las tripas o ir vestidos como adefesios. Es lo que hay, de verdad, digámoslo con claridad, no en nuestro pequeño círculo de los que todavía amamos el arte y la belleza, pero es lo que hay. Para ellos seguimos siendo artistas, meros fabricantes de objetos suntuarios. Lo más, cuando le llega la fama —uno de los alimentos de la masa—, llega el artista a convertirse en otro objeto suntuario que adorna las fiestas y las fotos de poderosos. ¿Piensa aún que el poder, las grandes empresas financieras, los espectadores de fútbol o la masa en general tienen algún interés por el arte? “¡Ah!, ¿usted es artista?”, se le pregunta con una media sonrisa, no sabe si de ironía o “éste es un cara, agarra la cartera”. Tanta lucha desde el Renacimiento para ser tratado como algo más que artesano, para caer finalmente en ello y en bufón de ricos. Cierto que hay coleccionistas (y otros agentes de nuestro mundo) que aman el arte, algunos apasionadamente, y que unen la fascinación de la obra con el deseo de poseerlas. Pero sabemos que hay muchos otros que sólo ven la inversión de su dinero. Basta una crisis para llegar a un mínimo de ventas, y sin embargo los vehículos de alta gama se siguen vendiendo con igual presteza. Mientras, en las subastas, las obras aparecen con precios ridículos, demostrando que la valoración que esta al mismo nivel que su amor al arte…
¿Significa todo esto que, en este cambio de civilización al que asistimos, va a desparecer el arte humanista, el arte hecho por y con la medida del hombre, con su memoria, con sus mitos, con el gusto refinado por el paso de los siglos, hecho para permanecer y admirarnos? Puse el nombre de “La nueva edad media tecnológica” al mundo que se intuye. El neo-bizantinismo está ya aquí. Con futbol en vez de carreras de carros, pero con la misma gigantomaquia de sus aeropuertos en vez de termas. ¿Y qué hacemos los que amamos el arte?, ¿los que compulsivamente hacemos arte, si somos la guinda del gigantesco pastel, totalmente prescindible? Parece apreciada su existencia, porque viste bien, y asea un poco, las suciedades del poder. Pero, ya os digo, a éste no le interesa ni un comino.
¿Nos quedarán los monasterios? Aunque sean bonitos, es más una metáfora. Pero va a terminar siendo algo así. Porque el elitismo no es deseado, pero parecen no dejar otro remedio. En mi primera exposición, en la Galería Amadís, hace ya cuarenta y dos años, puse una especie de panfleto con una serie de puntos sobre mis intereses de entonces. Uno de ellos decía algo así: “Me interesa un arte que funcione en todos los niveles de cultura”, con cierto deje entre utópico y chico pop de finales de los 60. Pero de algún modo sigo pensando en ello. El movimiento moderno tiene en gran medida culpa. Si en vez de su estiramiento de cuello de profesor de la Bauhaus su ideario hubiera sido más de “chico pop”, la cosa habría sido de otro modo. Hoy pretenden traer a las masas a los museos, justo cuando el arte nunca ha sido más elitista, aunque ponga Djs a todo volumen dentro… Pero como cada día se rebaja más el nivel cultural en la televisión, en el cine, en los llamados programas culturales —donde con frecuencia personas de supuesto nivel nos dicen parrafadas de vergüenza ajena—, llegará el día en que hablar de ciertas cosas será considerado ofensivo para la sociedad, molesta por hablar de un modo elitista.
Reflexiones como estas vuelan por mi cabeza mientras sigo trabajando. La pintura y el dibujo tienen esta facultad de permitir el libre revuelo del pensamiento, aunque algunos de ellos no ayuden mucho. ¿Por qué hago esta labor? Por qué esa entrega al arte, si no es porque hace nacer en mí ideas que quiero ver en el mundo real y no en el de los pensamientos. Pero, si yo ya las percibo en su estado mental, ¿para qué esa obsesión en que cobren cuerpo y se hagan realidad, tangibles? Pues, sencillamente, porque deseo que otros lo vean y compartan conmigo la emoción de su existencia. Pero, ¿quiénes son esos otros?, ¿a quién dirijo tanto esfuerzo? Sólo un reducido círculo llega a ellos, el resto sólo tiene una breve observancia en la que es imposible adentrarse en el complejo laberinto de símbolos, referencias, guiños, relaciones geométricas, soluciones nuevas, todas esas cosas tan ajenas al arte instantáneo imperante hoy. Solo en mi isla, sí, pero me gusta esto. Me entretiene y ocupa mi tiempo de un modo ameno, y que pasa volando. Es mi mayor diversión, mi manera de sentir la vida y de ver cómo ésta va dejando cosas que puedo ver y tocar, como un tiempo cristalizado. Un pensamiento cristalizado. Será una manía obsesiva, quizá, pero ¡cuánto goce obtengo de ella, qué inmenso placer el de ese anhelo de Belleza! Y cuántas cosas me ha enseñado en todos estos años; esas cosas hermosas hechas por el ser humano, que convive en armonía con la naturaleza, los lugares, costumbres, sentimientos, intimidades, junto a los grandes sueños y mundos imaginados. El arte de todos los tiempos me ha enseñado una cosa: que el ser humano siempre ha estado asombrado de darse cuenta de las cosas.
Guillermo Pérez Villalta
Transcripción y edición: Óscar Alonso Molina