Elogio de la inteligencia añadida, Carmen Calvo parte de un impulso inicial, de una visión poderosa, fuerte y permanente, lo que podríamos llamar una visión ‘intensa,’ proponiendo la insoslayable necesidad de su realización. Para Calvo crear es transmitir pulsiones que parecerían ubicarse en un lugar propio, desentrañamiento de un objeto, antes pasivo receptor de la mirada, ahora mirada introspectiva que subraya aquella percepción lacaniana: en todo pasado hay una parte que es agua estancada. Milagro de la vida, mas vivir, es sabido es un abismo y, precisamente en este punto, la referencia tenebrosa, la aludida capacidad de extraer belleza de la zozobra, nos permite recordar que las creaciones de Calvo son generadoras de desazón -y preguntas-, alta misión -esta de la interrogación- del arte. Barrocos ejercicios de la inquietud, estética del desaliento, presididos siempre un descarado horror vacui, la celebración del barroquismo, la ceremonial reunión de objetos por lo general con un fuerte contenido simbólico y mención, por tanto, al inmediato vacío. Puesta en práctica del límite recordándonos cómo el arte de nuestro tiempo puede ser un ejemplar modelo de osadía: lo temerario es bello, parece suscribir Calvo. Un temor, el de esta artista, que roza casi lo sacral. Lo sagrado no ha desaparecido del arte, se ha convertido en irreconocible, camuflado en formas, intenciones y significaciones. Lo sagrado sobrevive sepultado en su inconsciente, es “religioso” en el sentido de que está constituido por pulsiones y figuras cargadas de sacralidad. Creando, recopilando objetos, utilizándolos como elementos para componer sus cuadros, frente a tal titánico esfuerzo por llenar de cosas nuestro existir, Calvo parece conjurar la presencia de la tiniebla mencionando empero, con tal abigarrado proceder en los extremos, la existencia poderosa de dicha nada acompañándonos.