Otros universos, de José Manuel Broto.
La realidad ya no es lo que era. Con cada nuevo avance científico no sólo se modifica el espectro del conocimiento humano sobre el mundo sino, ante todo, la propia noción que el ser humano tiene de sí mismo –que aunque parezca una obviedad, ya que como es obvio el hombre es parte de ese mundo, la noción que se tiene de sí, la conciencia de sí, no tiene porqué ir aparejada a la versión que se posea de la totalidad de lo real. Así, por ejemplo, los protagonistas de la célebre trilogía de Samuel
Beckett, Molloy, Malone muere y El innombrable, son inimaginables en un mundo que desconociera la física cuántica. De la misma manera, tras esos avances, se hace difícil defender que el protagonista de un relato post cuántico esté construido según el corte decimonónico del Julien Sorel de Le Rouge et le Noir, por poner otro ejemplo. A todo este fenómeno se le denomina efecto contextualizador, pero lo cierto es que va mucho más allá: ninguna punta de lanza puede ignorar que su posición avanzada se debe a todos los milímetros de la abrazadera del asta metálica, de la zona de remache y de la longitud del mango, usualmente de madera, que constituyen la totalidad de la lanza. Quien está delante no puede ignorar todo lo que ha costado el avance, y todo lo que muchos otros han pagado para que esté en esa posición. Y por la misma razón, aquel que tras esos avances no comprenda que su único lugar posible como artista, o como disipador de tinieblas en general, es estar en esa punta de lanza, y por tanto que debe aceptar la tiranía del reto de los nuevos tiempos, de la creación pura a partir de lo dado –es decir, jamás caer en la holganza de la cómoda reiteración-, de cooperar en la construcción de los nuevos mundos, no puede sino considerarse como un sucedáneo más o menos impostor que, en lugar de retarse a sí mismo ante la dura tarea, ha elegido la comodidad de un rol ya transitado y que, tras su desaparición personal, no dejará huella alguna en la historia del avance humano.
Pocos son los que, tras asumir el contexto, cada vez más arduo, se exigen a sí mismos lo imposible. El ejemplo del atletismo tal vez venga bien ahora para dibujar la cuestión: si un atleta no pretende batir el récord, y se mantiene por debajo de la marca que el hombre como tal ha alcanzado con anterioridad, ¿qué valor tiene su esfuerzo? ¿Qué sentido tiene siquiera que se presente ante el mundo como atleta? ¿Repetir lo ya conseguido, sin alterar el rango de capacidades del ser humano? Porque en atletismo, como en toda actividad humana de progreso y creación, lo que está en juego es la misma esencia del ser humano. Cuando Usain Bolt consigue correr los 100 metros lisos en 9,58 segundos, lo que provoca es un cambio sustancial del concepto de hombre a partir de entonces. Porque a partir de entonces el ser humano incluye en su definición eso mismo: que es un ser “capaz de correr los 100 metros lisos en 9,58 segundos”, algo que hasta él no era posible incluir en la definición de hombre. A eso tan arduo es a lo que me refiero cuando hablo de contexto. Y en arte ocurre exactamente lo mismo.
El vasto y soberbio esfuerzo que ha realizado José Manuel Broto en este sentido a lo largo de su dilatada vida creativa es sobrecogedor. En su caso, además, por la época que le ha tocado vivir, el tema del contexto le hubiera podido conducir a vías muertas, como a tantos otros. Una de ellas, por ejemplo, es la que discutimos ambos en una reunión de este mismo verano de 2017: la vía del tremendismo, por llamarlo de alguna forma. Desde que a finales del siglo XIX se comenzaran a romper los moldes de la representación pictórica, con el colapso de la denominada “perspectiva central”, que dio pie, primero, a aquellos movimientos que trajeron la ruptura cubista y su conversión, como dice Gadamer, “en la completa eliminación de toda referencia a un objeto para formar la figura”; la generación consecuente del arte abstracto como una reivindicación del propio lenguaje autónomo, sin deudas a la narratividad, a la representatividad o a la psicología tradicional; y por último, a raíz de las dos guerras mundiales y a sus tremendas consecuencias socioculturales, a una vuelta de tuerca más en el alejamiento, sino repudio, del concepto de belleza –considerado impúdico tras las experiencias guerreras y sobre todo tras las visiones infernales de los campos de concentración nazis, las cámaras de gas y, antes, los envenenamientos con productos químicos y las gasificaciones masivas en las trincheras de Verdún y del Somme-, que ha llevado a buena parte de los artistas desde la mitad de siglo XX en adelante a acomodarse en el feísmo, el tremendismo, el malditismo, como suelo sobre el que pisar sobre seguro. Y eso, bajo la óptica del compromiso contextualizador del que venimos hablando, convierte en un atajo hacia la acomodación y el relajo el trabajo artístico. Nos explicaremos.
Comentábamos Broto y yo este verano que hace ya lustros –desde mitad de siglo XX-, que la mayor parte de lo que recibe el marchamo de obra de arte de interés debe incluir, a juicio de los críticos y del público “entendido” en general, una carga de bajeza, violencia, podredumbre, humillación, injusticia, enfermedad y muerte relevantes, y que a partir de ese cimiento los autores construyen una obra que de salida parte ya con la consideración positiva. No sólo se trata de una rémora de la muerte por asesinato del concepto de belleza –en sentido clásico, o cuanto menos convencional-, sino también una solución fácil para engarzar con el sustrato morboso que espolea nuestra cultura actual. ¡Qué simple y sencillo es construir cualquier discurso plástico o literario sobre estos parámetros! Si se parte de un golpe de escándalo, de escabrosidad, la atención del espectador está ya centrada. Lo que después venga, además de gozar de la pátina de lo procaz, rebelde, inconformista, dará igual que alcance o no otras cotas, pues sólo con el presunto rompimiento de moldes que lo desmadrado supone se tendrá garantizado un mínimo de aceptación. ¡Hay tantos ejemplos así en arte y literatura de las últimas décadas…! En esa última reunión, la de este verano, comentamos los tremendos libros del norteamericano Donald Ray Pollock, como “El diablo a todas horas” por ejemplo, o “Knockemstiff”, que, sin dejar en este caso de ser grandes obras, no por ello han esquivado la tentación de recurrir al seguro de éxito citado. Y tantos y tantos otros ejemplos. En arte, el caso se da todavía con más frecuencia. Desde el otro Pollock, el artista traspasado por la angustia y el alcohol, pasando por Basquiat y los “young british artist” con Tracey Emin a la cabeza, a toda la caterva de los Paul McCarthy, Jonathan Meese, Santiago Sierra o Teresa Margolles, lo cierto es que ese malditismo irreverente ha supuesto que sus obras, en vez de partir de la línea de salida, lo hicieran bastantes metros por delante. Y encima, todo sea dicho, el recorrido que presupone esa elección de partida facilita –digámoslo así- su encaje en la contemporaneidad. El interés se desata hoy en día en cuanto el héroe de la novela se revela enfermo y obsesivo, o ruin y frustrado, o angustiado por una experiencia inconfesable de la infancia; o cuando la obra plástica recoge el semen de los amantes traídos y llevados por parte de la artista en cuestión en una búsqueda ebria de no sé sabe bien qué extraño prototipo de felicidad inalcanzable; o cuando sobre las capas de diversos materiales que se esparcen sobre el lienzo se pueden descubrir símbolos fálicos o caníbales o blasfemos que hablan de una muy intensa deriva inconformista del artista. En todo caso, lo que ese malditismo produce en el tibio lector o espectador aburguesado de nuestro tiempo es la posibilidad de subvertir, al menos en el escenario fantasioso de una obra de arte sobre la que se proyectan siempre sus carencias y sus apetencias más íntimas, la monótona y rutinaria realidad que lo tiene cercado, una cotidianeidad segura pero carente del vértigo que toda célula necesita para replicarse.
Naturalmente que aquí se citan nombres relevantes, pero hay que entrever la ingente manada de pseudoartistas y pseudoescritores que han pretendido utilizar este atajo, y que han inundado de basura todo el panorama pseudocultural de nuestra época.
Lo verdaderamente difícil, lo que no está al alcance de casi nadie, es el producir una obra de arte contemporánea, con todo lo que ello supone de carga contextual (y ya hemos comentado antes), que además represente un nuevo hito en su campo, sin utilizar esos mecanismos mendaces del feísmo, del malditismo, en definitiva, producir una obra de arte que se enfrente sin subterfugios al reto de su tiempo desde el corazón del problema, que tiene que ver con la búsqueda de nuevas formas de expresión, de nuevas imágenes (en el caso de las artes plásticas) que destilen las nuevas realidades y los nuevos sentimientos del ser humano, que proyecten el nuevo rumbo que el desarrollo del hombre –de acuerdo con las nuevas capacidades y las nuevas tecnologías- puede plantearse… hacia no se sabe bien qué último objetivo, tal vez aquel que Kubrick esbozó en las escenas finales de su particular Odisea –título que no es inocente, y que obviamente recoge toda la tradición de búsqueda, desde Homero a Joyce y etcétera.
Y eso es justamente lo que Broto ha conseguido con su extraordinaria obra: abrir nuevas vías de conocimiento, nuevas formas antes imposibles siquiera de imaginar, nuevas percepciones de la materia y de la energía que todo lo envuelve. Y todo ello desde el arte puro, libre de cargas (en la tradición, por tanto, del abstracto, pero trascendiéndolo), sin necesidad de apoyarse en subterfugio vejatorio alguno. Y ese planteamiento, de verdad, es el más difícil de seguir, pues entre el artista y su obra no hay nada que resuelva la ecuación. El choque es en crudo, sin airbag, y con todas las consecuencias.
José Manuel Broto incurre por tanto con su obra en una gran audacia: sin recurrir a esos bonos de partida de los que venimos hablado, desarrolla una investigación de nuevas formas, inexistentes en la realidad hasta que él las desvela, y que nada deben a aquellas bulas de procacidad, sangre, maldad gratuita, ignominia y perversión. Su personalísimo estilo, que ha sido enmarcado dentro de lo que se ha venido en denominar el neoabstracto, supone un rebase completo de los supuestos originales de la abstracción, aquella concepción que se formuló en un principio con la vista puesta en la eliminación de cargas externas al lenguaje artístico, como ya hemos comentado. Pero aquí hay que recordar lo indicado en el apartado anterior: el contexto. La abstracción a estas alturas de la evolución, casi a punto de alcanzar, en la llamada Quinta Era, la célebre Singularidad (ver “La Singularidad está cerca”, de Ray Kurzweil, libro absolutamente imprescindible), no puede ceñirse tan sólo a ese propósito reivindicativo en lo meramente representativo. Como se sabe, “en el momento de la Singularidad no habrá distinción entre humanos y tecnología”, como dice Kurzweil. “Y esto será así no porque los humanos se hayan convertido en lo que hoy entendemos por máquinas, sino más bien porque las máquinas habrán progresado hasta llegar a ser humanas, y más que humanas”. “La Singularidad nos permitirá superar los problemas del envejecimiento humano y ampliará enormemente la creatividad humana, preservaremos y mejoraremos la inteligencia que la evolución nos ha conferido y al mismo tiempo superaremos las profundas limitaciones de la evolución biológica”. Después de ello, en la llamada Sexta Era (esto es ciencia, aunque la terminología suene a secta), la inteligencia saturará la materia y la energía, propagándose más allá de su origen terrestre.
Todo esto constituye el vector de avance actual de la evolución humana, e ignorarlo no sólo es un problema de falta grave en cuanto a contextualización a la hora de plantearse la creación artística, es decir, el rol como artista, sino que supone además una grave carencia como ser humano sin más, puesto que no saber dónde se está y hacia dónde se va no es propio de quien se ha trabado desde hace siglos en una pugna abierta con los dioses por la conquista de la Tierra y del cielo.
La obra de José Manuel Broto se ubica claramente en esta singladura. ¡Y es de las pocas que hoy existen que lo están! Muchas de sus obras, muchas de las que componen esta nueva serie denominada “Otros universos” y que constituye el tronco de la exposición en la galería Fernández-Braso de Madrid, aun habiendo sido ejecutadas a mano, presentan una apariencia de perfección cuasi mecánica, como si hubiesen sido elaboradas con herramientas informáticas. En algunos casos, sobre todo en algunos papeles, Broto ha hecho uso de estos recursos, pero en los acrílicos, algunos de gran formato, es su mano, su pulso, su maestría la que guía las formas hacia esa nueva abstracción. Su imaginación, su capacidad para dar a luz nuevas formas y casi diría que nuevos colores (pues el color es al fin y al cabo una vibración de la energía), su absoluto control de la estructura y de la composición (algo que sólo está en manos de los grandes artistas), la audacia de su planteamiento pintura-pintura dentro de los parámetros que hemos mencionado, hace de su obra uno de los monumentos de la pintura actual. Y en su caso, no sólo de la pintura actual, pues lleva rompiendo los moldes de la abstracción desde hace cincuenta años.
“Otros universos” incide, pues, en la necesidad de acceder a las nuevas realidades que se nos acercan a toda velocidad. El efecto de pulsión magnética que transmiten estas obras, sustentado en los mismos fondos vibratorios con que los lienzos están ejecutados, que desestiman la coloración plana para abrir un escenario ondulatorio que confiere una extraña profundidad a las piezas, nos coloca en un escenario de rotunda contemporaneidad científica, además de lo que a plástica obviamente se refiere. El concepto célebre de Greenberg, flatness (planitud), que regía en un principio la pintura moderna –aquella característica que hacía recaer primero la atención crítica en que lo que el espectador tenía delante era un cuadro, es decir, un campo de dos dimensiones-, ha sido asaltado por Broto y aniquilado. La profundidad de las piezas de esta serie alcanza enormes dimensiones proyectivas. Las formas bien delimitadas que cuelgan como planetas sobre ese fondo vibratorio abren una perspectiva interna que no termina. Como cuando uno mira el cielo de noche, sin nubes y sin luna: hay un ruido de fondo, la vibración constante del universo, y una profundidad sentida como infinita que marca la dirección de nuestros pasos.
(Imposible no recordar aquí el imponente diálogo final de la primera temporada de True Detective. Bajo un cielo oscuro y estrellado, saliendo del hospital, un renqueante Rust, mirando esa negrura salpicada de puntos luminosos, le dice a su colega Martin: “Hace tiempo había sólo oscuridad, pero si me pregunto ahora, creo que la luz es la que va ganando”. Se trata de una reflexión directa y optimista sobre la ciencia, el arte, en fin, sobre el papel del hombre en el universo).
Otra de las particularidades de la nueva serie de Broto es la plasmación de lo gestual, propio del movimiento que abanderó teóricamente el crítico de arte citado (el expresionismo abstracto), pero en su caso en un proceso medido ya, contenido, en el que la pincelada avanza con sutileza marcando al mismo tiempo el eco de la forma gestual y un pulso vibratorio que a su vez es eco del que se desenvuelve en el fondo infinito. Esa mixtura es una maravilla visual y sensitiva a la vez, y hace que las obras emitan frecuencias en distintas ondas, exactamente como lo hace el universo, que está lleno de otredad. Incluso cuando las formas de esos “otros universos” aparecen como formas redondeadas y bien definidas en su contorno, el color en su interior no es plano, no es un “campo de color”, por seguir refiriéndonos a Greenberg. No, en esta serie Broto desmantela el campo de color y todas las áreas cogen varias y distintas frecuencias. El efecto, como ya hemos comentado, es de pura energía emitida más allá de la falsa doble dimensión del cuadro.
Un paso más allá lo da cuando además utiliza formas finas y alargadas, pero formas al fin y al cabo, ondulando en primer término, no en el fondo. Aquí el “otro universo” se manifiesta de una manera puramente inmaterial, no como corpúsculo sino como onda, en la conocida terminología einsteniana de la luz. El color casi eléctrico de estas bandas finas, que también se arpegian en series internas, proporciona la sugestión de grietas a otra realidad, como si fuesen puertas apuntadas que permiten inferir presencias, vidas, desarrollos paralelos y que todavía nos resultan inalcanzables. La extrema belleza formal que las composiciones presentan habla de esa saturación de inteligencia que está por llegar, y bajo cuya perspectiva nada quedará fuera de ella.
Inteligencia, misterio (sin él no hay arte), belleza al fin, sorpresa visual constante, equilibrio y vibración, pulso y gran aliento, la experiencia de transitar por la obra de José Manuel Broto es una forma de enriquecer la vida con la luz de lo que vendrá.
Carlos Jover. Mallorca, Septiembre de 2017.