SIGFRIDO MARTÍN BEGUÉ
Sigfrido fue un personaje ciertamente anacrónico en su tiempo, pero a la vez el más moderno del momento. Hijo único de una galerista y profesora y de un filósofo y pintor, a los cuatro años ya había pintado un cuadro con una plaza de toros de rasgos picassianos.
Fue un dandi wilderiano en plena España desmadrada de los años 80 del siglo pasado. Era antiguo y a la vez rabiosamente contemporáneo y atrevido. Esa dualidad, lo hizo excepcional. Su formación y mentalidad eran de un clasicismo refinado y erudición extrema.
Charlar con él era recibir un aluvión de cultas enseñanzas y brillantes puyas. Era ocurrente, verborreico y sardónico. En su obra, se permitía el juego constante con cualquiera de las vastas referencias que atesoraba. No dejaba títere con cabeza, mezclaba temas sin pudor, apostando por el figurativismo en tiempos de predominio abstracto y conceptual, y creó un metalenguaje propio con criaturas suyas y ajenas. Referencias a el Greco, Velázquez, Chirico o Morandi, pero con Duchamp como fetiche principal.
Había estudiado arquitectura, pero era pintor. Y por extensión artista integral. De aquellos que tocan muchas teclas y bien. Los expertos lo han calificado de surrealista, metafísico, neofuturista, simbolista, mitológico, onírico, alegórico, por estar repleta su pintura de ciertas alusiones enigmáticas y oníricas, aunque siempre desde una óptica narrativa, pero fue sigfrídista más que nada. Iba a la suya, indiferente a elogios o críticas, como todo artista veraz y radical.