LUIS COQUENÃO. PAISAJES DE TINTA. David Barro
«El lugar de esta marcha lenta es una gigantesca monocromía».
Georges Didi-Huberman
En sus Diarios Andrei Tarkovski apunta lo siguiente: “no habría podido vivir sabiendo lo que la vida tenía guardado para mí. La vida perdería el sentido… Si pudiera saber con seguridad lo que me va a suceder, ¿qué significado tendría todo esto?”. Para Tarkovski todo está ajustado de tal manera que hace que nuestro conocimiento sea incompleto para no profanar la infinidad. El sentido es la inminencia de una revelación que no acaba de producirse.
La pintura de Luis Coquenão comparte muchas cosas con el cine de Tarkovski. El espectador ha de dejarse llevar por la imagen, disolverse en ella, caerse en ella como quien se pierde en las profundidades de un haiku. Se trata de exprimir al máximo la poética de la imagen como observación y esa capacidad de transitar o aproximar las distintas escalas. Es la imagen como campo abismado, como revelación imposible. Son lugares donde obra la ausencia, imágenes que abrazan el sentido de pérdida. No hay manera de acceder al misterio, pues cualquier forma de acercamiento significa efectivamente un alejamiento.
Luis Coquenão entiende la pintura como un acto de tiempo, extremadamente débil. La imagen despliega su propio tiempo y para el espectador ninguna imagen es captada en la primera mirada. Juega sí con los márgenes de la visión y los fragmentos, con desórdenes, hasta llegar a un interesante estado de ‘suspensión’. Pienso, por ejemplo, en cómo estas obras se podrían comparar con los relatos de Maurice Blanchot, desorientándonos en su variabilidad porque albergan un otro tiempo, no ficticio, sino el de la narración pictórica, o si se prefiere de la experiencia de conformación de unas formas volcadas a lo desconocido. Porque el tiempo aquí se experimenta. En Blanchot es el tiempo de lo inaudito y lo impensable, de lo oscuro o, más concretamente, de la ausencia de tiempo o presente sin presencia. Como en las formas de apariencia fractal de Luis Coquenão, todo se desborda, hasta el propio margen, y el artista trata de tatuar esa realidad insistiendo en el fragmento poético, sumando otro tiempo más, virtual, imaginario como el tiempo de la escritura, aporético como el inherente a esa escritura de Blanchot, incapaz de tornarse presente definitivamente.
Poco o nada parecen tener que ver estos paisajes recientes con las figuras que Luis Coquenão presentaba a principios del siglo XXI. Aunque una mirada atenta advertirá una tendencia lo esquivo, a una distancia difuminada, entonces proyectados a partir de cuadros que semejaban ser fotografías tomadas a escondidas, ganando así una incuestionable incertidumbre, evitando lo concreto, sin revelar el espacio de la acción. Desde siempre Luis Coquenão trabajó historias fragmentadas, como quien no nos quiere contar nada para que seamos nosotros mismos, como espectadores, quienes otorguemos un sentido a lo visto. Primero a partir de figuras femeninas, de un aspecto frágil, que se reforzaba con lo ascético y aséptico de sus escenarios, que así acentuaban el protagonismo de sus figuras. Ahora el misterio continúa, pero lo traslada al paisaje, a lo indecible de una pintura más zen.
Entiendo que es ahora cuando Luis Coquenão ha alcanzado una plenitud pictórica, un sentido más personal, una línea firme. Sin rodeos, diría que ahora es más pintor. Todo tiene que ver con cómo se pone la tinta. Es precisamente esa madurez lo que le permite ser más espontáneo. La naturaleza se somete ahora a un ejercicio de borrado y de barrido, algo muy técnico, pero al mismo tiempo muy personal. Es el espacio como ausencia pura capaz de permitir todas las presencias, como esa nada creadora de la que habla María Zambrano, donde la personalidad creadora linda con el no-ser.
En el fondo, Luis Coquenão opera como un escultor. El artista retira la pintura. Pienso en Giacometti y en cómo la erosión del espacio semeja ir carcomiendo las figuras. En cierto modo, los paisajes de Coquenão también se consumen, se erosionan hasta tornarse definitivos, precisamente cuando el vacío se torna un ente activo. Lo que se pinta, efectivamente, es la distancia, que se nos entrega como una visión movediza, que unas veces gotea y otras se escurre, pero que en todo caso siempre se abisma. De ahí lo acertado del título: paisajes de tinta.
Conversando con el artista en el estudio, nos asaltan varios nombres de filosófos, como Adorno y su teoría estética. Luis Coquenão estudió filosofía y sobre ellos sus trabajos me planteaban todavía más interrogantes. Cada vez más, en sus cuadros emerge una suerte de equilibrio hipnótico, un proceso de energía donde el vacío es materia y la imagen, un camino, un viaje. Pienso entonces en Georges Didi-Huberman, quien señala que “la modalidad de lo visible deviene ineluctable -es decir, condenada a una cuestión de ser- cuando ver es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente: dicho de otra manera, cuando ver es perder”. Porque en este juego de espacios intesrticiales cualquier acercamiento significa efectivamente un alejamiento. Y esa sensación es extrapolable a sus secuencias, que dotan de color y movimiento a un tipo de pinturas que al mismo tiempo podría remitir a los difusos paisajes de James McNeill Whistler, salvo por la artificialidad de sus colores: rojos, verdes, azules, amarillos… No en vano, Luis Coquenão es consciente de la obra de artistas como Clyfford Still, Mark Rothko, o Barnett Newman, que una mirada más o menos atenta concluirá que se insertan en los oriígenes de la pintura romántica de paisaje. Al fin y al cabo, el término «Color field» remite a la espacialidad del color que casi siempre se expandirá hacia los bordes y tenderá a la monocromía. Luis Coquenão podría ser un buen pintor abstracto, pero es un pintor decididamente figurativo, capaz de sumergirnos al mimso tiempo en un espacio pictórico sublimado.
Pienso en la relación que otro artista, Herbert Brandl, establece con la imagen de la montaña, muy cercana a la del paseante romántico. Como Robert Walser en lo literario, Brandl afronta la pintura como recorrido, como auscultación y búsqueda de la luz. A partir de imágenes que proceden de guías de montañismo, trabaja una evocación en la que el referente original remanece como leve recuerdo en el lienzo. La posición ambigua de su trabajo hace que muchas de sus piezas sean consideradas figurativas, aunque esas mismas obras nos remiten a una abstracción producto de su disolución en color. En cierta manera, se podría hablar de control y descontrol porque explora la superficie, la densidad, el volumen y, en definitiva, un proceso que entiende como reacción interactiva permanente; en primer lugar espacio, después tinta, posteriormente la espacialidad de la superficie… Brandl se pregunta cuándo tenemos el control sobre un cuadro y confiesa que su interés se centra en poder estar delante de él, que éste le circunda, le envuelva. Se reivindica así lo gestual y la sorpresa, por eso acompaña las características de la tinta, su fluidez. Todo ello no está lejos de cómo procede Luis Coquenão, que explora algo así como unas marcas de agua que activan el desorden de lo concreto.
Luis Coquenão sabe que la naturaleza tiene un aspecto invisible e intangible más allá de la experiencia directa de los sentidos. Lo señala Wucius Wong The Tao en un texto que el artista, destaca y entiende en relación a su trabajo. Efectivamente, como sucede con los protagonistas del cine de Tarkovski, ante sus obras el mundo se desliza a nuestro lado, sin bordes fijos, donde todo son orillas franqueadas por vaho, que impide el paso de la mirada, la transición entre espacios fluidos, entre paisajes de tinta. Porque en Luis Coquenão, el paisaje, aún abierto, resulta impenetrable, inaccesible. Como en el romanticismo, la imaginación es el único intermediario. Lo señaló Edmund Burke: “En la naturaleza las imágenes sombrías, confusas e inciertas tienen un mayor poder para suscitar en la imaginación grandes pasiones que aquellas que son claras y límpidas”. Pero si de algo hablamos es de una suerte de desposesión, de una escisión entre lo que es, lo que el artista nos deja ver y lo que nosotros vemos. La imagen se lleva a una situación extrema, a un lugar donde la imagen se intenta anunciar. Como cuando un espectador entra en una obra de James Turrell, algo que tan acertadamente describe Didi-Huberman: «A un palmo de distancia el hombre que mira es incapaz de sentir que ha visto todo lo que ha mirado, menos aún de sentir lo que sabe».